Todos contra juan

Para quienes todavía no la han visto, se trata de la historia de Juan Perugia, un argentino de clase media, de alrededor de treinta años (que se le notan), que vive con y de sus padres. Que esconde todavía más secretos en su vida (un pasado como estrella juvenil de la televisión) y que, además, vive para negarlos. En lugar de ser un caso para poblar cualquier buen diván profesional de la ciudad… alimenta un programa televisivo que es posible que nunca tenga demasiado rating.

Planteado, producido y construído como una sitcom, esconde varios problemas. El más importante: juan (con minúscula, porque así fue registrado en su DNI) es un antihéroe, un loser como le dicen ahora a los perdedores. Pero que, en su fantasía, se cree a sí mismo un grande de la actuación (ya que pretende retomar la actuación y mientras tanto es profesor de teatro). Un tipo que para reforzar su identidad nunca interpreta la realidad como es, sino “como debiera ser”. Un ejemplo: en un capítulo ante la necesidad de dinero decide emplearse como vendedor de hamburguesas en una especie de McDonald’s. Según su propia conciencia de sí, está convencido de que en realidad “está componiendo un personaje”.

¿Cuál es el problema que trae contar las historias de un perdedor nato, fracasado y negador? Parecería difícil que logre atraer al público masivo, ese espectador que llena las boleterías de los Batman o Indiana Jones, y que creyó cierta la vida de personajes como Forrest Gump (que ganaba en todo lo que se proponía aunque fuera deficiente mental).

Vivimos la televisión de los grandes ratings construidos a partir del triunfo de competir y votar por teléfono a “los mejores”, o el de mostrar la magia del mundo fashion que convive detrás de las cámaras del propio medio televisivo, o la aureola agrandada de estrellas que construyen su propio camino marketinero a partir de una gloria popular calcada de los moldes hollywoodeanos clásicos.

Pero como todo no deja de ser nunca bastante contradictorio, también sucede lo contrario. Desde Olmedo para aquí (más exactamente a partir de su Piluso) la televisión fue abandonando la cámara frontal que ocultaba los desastres de los costados a los que no llegaba la lente, para mostrar las miserias del backstage. Con el tiempo, esto pasó a ser una costumbre, luego un vicio y hoy es un delirio permanente. Todos se dedican a criticar todo, y si no pueden criticar lo inventan.

La esencia del espectáculo dejó de ser lo principal (en un deporte el match, en un teleteatro las escenas, en un noticiero la emisión de noticias, en un discurso el contenido) para buscar errores, furcios, defectos, ridiculeces. Y luego repetirlos, de canal en canal, todo el día, todos los días.

“Todos contra juan” retoma la costumbre. Los actores, cantantes, animadores, productores y personajes en general actúan de sí mismos en papeles revulsivos. El cantautor Guillermo Guido actúa de plagiador, Gustavo Garzón es un ser egocéntrico hasta el paroxismo, Osvaldo Laport hace pretendidas obras de bien siempre usando iniciales que “sin querer” forman su apellido. ¡Y todos se personifican a sí mismos, con sus verdaderos nombres artísticos!

Hermida en Clarín, uno de los críticos más implacables que tiene el medio, le concede al producto de Pauls el máximo de calificación (si no me equivoco, el mayor que otorgara en los últimos tiempos). De todas maneras, el programa –que arrancó con picos de 9 de rating- fue bajando hasta tocar pisos de 2… Lo que se dice una muy baja performance.

Sin duda destinado a transformarse en el futuro en un “programa de culto” (allí en ese curioso podio donde habitan “Cha Cha Cha” o “Todo por dos pesos”). Conocer el por qué de tal posible futuro ostracismo, tal vez radique en saber que todos los que lo vemos hemos experimentado lo mismo: “sentir cosa” por un personaje que despierta ternura, lástima, miedo y vergüenza ajena. Y miedo porque uno siente que, a veces, es también un poco así, como juan.